La meditación es una forma de madurar las relaciones humanas, relaciones que nos permiten regocijarnos realmente en el ser del otro, sin deseo de poseerlo ni controlarlo, sino simplemente de conocer al otro tal como es, y deleitarnos en ese conocimiento. Y lo mismo ocurre con Dios. No nos proponemos acosar o bombardear a Dios con palabras, para exigirle que se dé cuenta o se revele en nuestros propios términos. En la sencillez de nuestra meditación, en la sencillez de nuestra humilde repetición del mantra, buscamos únicamente estar con y para Dios. . . .
Mientras decimos nuestro mantra, dejamos ir nuestros pensamientos y planes e ideas e imaginaciones; aprendemos el valor de la renuncia, de la no posesión. Dejamos ir nuestras propias imágenes del yo. Dejamos ir nuestros deseos. Nos desprendemos de nuestros miedos y de nuestra propia conciencia. Esto nos permite entrar en comunión con el otro, y con los demás, en el nivel más profundo de la realidad.