Uno de mis santos preferidos es el portador de Dios y santo Padre Máximo, “el quemador de cabañas”. No era, como bien podríamos pensar, un místico pirómano, ya que sólo quemaba sus propias cabañas, – que por cierto, también construía – cada vez que se trasladaba a otro lugar. Como muchos contemplativos que desean la estabilidad en el punto-de-quietud de Dios, se movía bastante. Sin embargo, sospecho que le gustaba el fuego, que a menudo trae a su mente como una metáfora que describe su profunda y gozosa oración del corazón. Compara la mente humana cuando se siente independiente de Dios como un trozo de cera dura que piensa que “todo está sólidamente en su poder”. Cuando la cera se encuentra con el fuego, se derrite y se desprende de su ilusión de control: así, el ser humano, abrumado por el “fuego de la divinidad”, se ablanda y se vuelve fluido cuando es inflamado por el Espíritu Santo.
Juan el Bautista, en el evangelio de hoy, era un personaje ardiente. Cuando los hipócritas y los aduladores salieron al desierto a verlo, les dijo lo que pensaba de ellos. Señaló otro aspecto del fuego que quema cualquier árbol que no produce buenos frutos. Es difícil aceptar que algunas partes de nosotros tengan que morir. Sin embargo, una vez que el fuego ha hecho su obra destructiva y se mantiene ardiendo, lo percibimos de forma diferente, bautizándonos “con el Espíritu Santo y con el fuego”. El Bautista predicó un bautismo de arrepentimiento con agua. Cristo utiliza herramientas más fuertes. Una vez iniciados, necesitamos perseverar en la renovación moral y tener el valor para actuar con ética. Una vez quemadas las cabañas que construimos, podemos fundirnos en el fuego del amor.
Esta semana participé en una conversación sobre si debíamos sucumbir a la ira ofreciendo la breve seguridad de lo políticamente correcto o aferrarnos a lo que nos parecía la respuesta más justa. Estos momentos de conciencia podrían ser más fáciles para un Bautista tan poco preocupado de la aprobación de los demás como puedas imaginar o para un Padre Máximo que sólo tenía que quemar su choza y seguir adelante. La elección es siempre entre pertenecer a una comunidad o a una multitud. La solidaridad que sentimos cuando seguimos nuestra conciencia, superando el miedo al rechazo, es más profunda y sostenible que la falsa unidad que sentimos en la energía de una multitud.
El Bautista y el Padre Máximo miraron a Jesús y a su vulnerable comunidad antes que a la multitud. Vieron el fuego del amor que arde en el corazón, más que el fuego del odio de nuestras entrañas, que puede causar grandes daños. La “oración continua” que buscaban los cristianos del desierto es el fuego del corazón de la Zarza Ardiente. Enseñaban la “oración con atención – es decir, sin ningún pensamiento -” mediante la recitación fiel de una sola palabra o frase sagrada. Este camino -que debe estar apoyado por la reducción de las distracciones y el compromiso con el silencio- conduce por etapas a ser uno con Dios.
Insistieron en que esto no era sólo para los monjes del desierto. Es para cualquier persona que trabaje en el mundo y que se aplique a ello, reduciendo el grado de distracción y aprendiendo a amar el silencio en la medida de sus posibilidades. Contaban la historia de un alto funcionario imperial, llamado Constantino el Maravilloso, que fue un brillante ejemplo de presencia contemplativa. A veces, sin embargo, olvidaba lo que el Emperador le había dicho que hiciera y otros en la corte lo criticaban por ello. El Emperador lo defendió diciendo que era cierto, que a veces la oración de Constantino ‘no le permitía atender a nuestras palabras sobre asuntos vanos y temporales’ pero era porque ‘toda su atención estaba puesta en Dios’. Constantino mantuvo su trabajo. Quizá el quemador de cabañas y el a veces olvidadizo ejecutivo puedan ser nuestros maestros para la segunda semana de Adviento.
Laurence Freeman OSB.