Un extracto de Laurence Freeman OSB, “Carta Once”, WEB OF SILENCE (Londres: Darton, Longman, Todd, 1996), pp. 116-118.
“Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”. ¿Es San Pablo, quien describe este estado transpersonal, trascendente al ego, un budista o un panteísta? ¿Quién era el yo que ya no vivía? ¿Quién es el mí en quien solo Cristo, la imagen perfecta del Dios invisible, vive? Estas son preguntas importantes e inagotables. Pero su importancia solo tiene efecto después del evento. En la duración del simple estado de unión, estas preguntas, como todos los pensamientos, son consumidas por la pura presencia del “Uno que verdaderamente es”. Regresamos a la realidad ordinaria y recordamos el último pensamiento que tuvimos antes de que ocurriera la experiencia: nuestra sed, nuestro sobregiro bancario, los problemas que enfrentan nuestros hijos. Pronto estamos absortos en nuestros mundos de pensamiento familiares. Dios se convierte en una meta que estamos tratando de lograr o entender, o un recuerdo por el cual nos sentimos nostálgicos, en lugar del YO SOY del amor que inunda nuestro ser más íntimo.
Los primeros monjes cristianos entendieron bien estos estados pasajeros de la vida espiritual. Casiano escribió sobre el “sueño letal” de la oración cuando la mente disfruta de una actividad adormecida y sentimientos amortiguados. Es una forma del “sueño del Getsemaní” de los apóstoles. Casiano también describió la “paz perniciosa”, una expresión fuerte que se refiere a la calma emocional y mental a la que tratamos de aferrarnos tan pronto como nos damos cuenta de ella. Ninguno de estos estados, de éxtasis, sueño o consolación, son la meta de la oración. Por atractivos que sean, o dolorosa su pérdida, hay otro objetivo. Una condición de completa simplicidad que requiere no menos que todo, como lo expresó Dame Julian.
Pobreza de espíritu, pureza de corazón. El estado combinado de las Bienaventuranzas. Vida en Cristo. Es el estado donde la mente se fusiona con el corazón, no solo por unos momentos atemporales sino permanentemente e inquebrantablemente. Como una vela ardiendo en un espacio sin viento. Como el hombre que construyó su casa sobre la roca del verdadero Ser en lugar de sobre las arenas del ego.