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Un extracto de John Main OSB, “Letting Go”, JOHN MAIN: ESSENTIAL WRITINGS, Modern Spiritual Masters Series (Maryknoll, NY: Orbis, 2002), p. 127.

Uno de los aspectos más difíciles de comprender para los occidentales es que la meditación no se trata de intentar que algo suceda. Sin embargo, todos estamos tan inmersos en la mentalidad de técnicas y productividad que, inevitablemente, al principio pensamos que estamos tratando de fabricar un evento o una experiencia. Según nuestra imaginación o predisposición, podemos tener diferentes ideas sobre lo que debería ocurrir. Para algunos, pueden ser visiones, voces o destellos de luz. Para otros, una comprensión profunda e intuiciones reveladoras. Para otros más, un mejor control sobre su vida diaria y sus problemas. Sin embargo, lo primero que debemos entender es que la meditación no tiene nada que ver con hacer que algo ocurra. De hecho, su propósito fundamental es todo lo contrario: aprender simplemente a ser plenamente conscientes de lo que es. El gran desafío de la meditación es aprender directamente de la realidad que nos sostiene.

El primer paso hacia esto—y estamos invitados a darlo—es entrar en contacto con nuestro propio espíritu. Quizás la mayor tragedia de todas sea pasar por la vida sin haber logrado un contacto pleno con nuestro propio espíritu. Este contacto implica descubrir la armonía de nuestro ser, nuestro potencial de crecimiento, nuestra plenitud—todo aquello que el Nuevo Testamento y el mismo Jesús llamaron "vida en abundancia".

Con demasiada frecuencia, vivimos nuestra vida utilizando solo un cinco por ciento de nuestro verdadero potencial. Pero, por supuesto, nuestra capacidad no tiene límites; la tradición cristiana nos dice que es infinita. Si tan solo logramos volvernos del ego hacia el otro, la expansión de nuestro espíritu se vuelve ilimitada. Se trata de un giro total, lo que el Nuevo Testamento llama conversión. Estamos invitados a romper las cadenas de nuestras limitaciones y a liberarnos de la prisión de nuestros egos autoimpuestos. La conversión es precisamente esa liberación y expansión que surgen cuando dejamos de centrarnos en nosotros mismos y nos volvemos hacia el Dios infinito. También es aprender a amar a Dios, pues en ese giro hacia Dios, aprendemos a amarnos los unos a los otros. Y en ese amor, somos enriquecidos sin medida. Aprendemos a vivir desde la infinita riqueza de Dios.

(WMF, 19-20)

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