Hay tantas cosas en la vida que parecen desvanecerse en la memoria. Los problemas que nos atormentan o los placeres que nos emocionan, los planes que nos absorben por completo, las penas inconsolables que parecen que van a acabar con nuestra vida, todo se atenúa con el tiempo. Hay otras experiencias, a menudo no tan abrumadoras emocionalmente en el momento en que ocurren, que no se desvanecen. Recordamos estas epifanías de la conciencia pura más profundamente porque se convierten en parte de nosotros. En la forma, a menudo silenciosa y modesta, en la que se produjeron, se desprendieron algunas de las capas oscuras habituales y nos revelaron cómo somos realmente, quiénes somos. En este despertar no hubo un gran trueno, ni titulares místicos, sino que fue una noticia verdadera. Algo cuyo valor noticioso no se desvaneció con los periódicos de la mañana. [. . . ]
Cualquiera que sea la forma en que describamos estos momentos -y son muy comunes porque puntúan nuestro crecimiento en la conciencia- son las pruebas que necesitamos de que somos reales. De que existimos. Y cuando esa prueba ha calado lo suficientemente hondo en nosotros, empezamos a encontrar el sentido de la existencia como un crecimiento en la santidad.