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Un extracto de Laurence Freeman OSB, “Carta Cuatro”, LA TELARAÑA DEL SILENCIO (Londres: DLT, 1996), pp. 38-39.

Al meditar, ya sea individualmente, en grupo o en comunidad, es casi inevitable que nos volvamos más conscientes de la profunda relación entre la meditación y el mundo en el que vivimos. De esta conciencia surge una experiencia de conexión—la base del ser en la que todos estamos arraigados—que se expresa en un mayor sentido de responsabilidad. Nuestra conciencia natural nos guía entonces a actuar de manera responsable en las áreas apropiadas de nuestra vida, y en esto celebramos la unión de la contemplación y la acción. La fuerza que impulsa este proceso es el amor. La compasión es el amor que une a los que sufren. Es redentora porque, contra toda expectativa, enciende una luz en lo más profundo de la oscuridad y libera la alegría de existir en el corazón de las peores tragedias.

La reacción colectiva ante una tragedia nacional puede revelar la capacidad universal de la naturaleza humana para la compasión. Mientras esta capacidad se cumple, somos capaces de ver la vida en perspectiva. Los verdaderos valores desplazan a los falsos. La impaciencia y la intolerancia que surgen del miedo entre las personas disminuyen, y en esos momentos de gracia nos tratamos unos a otros con simpatía y respeto. Los cristianos dirían que el reino está cerca. Su interioridad se ha manifestado en las relaciones humanas. Pero sabemos tristemente que tales momentos de paz no duran mucho. Un significado del sufrimiento y el mal es seguramente que nos acercan, aunque brevemente, a una conciencia compartida de la realidad de la comunión. Vemos que el reino… no se trata de un bien que se produce y se consume, sino del terreno eterno y sin límites del ser. A menos que nos hayamos insensibilizado al sufrimiento, en la tragedia percibimos no solo cuán distante, sino también cuán cercano está Dios a nosotros..

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