Con frecuencia cuando la gente medita y siente que se desliza dentro del silencio se detiene llena de temor. ¿Por qué sucede esto con tanta frecuencia? Tiene que ver con la imagen que tenemos de Dios y de nosotros mismos. Éstas suelen ser tales que entrar en la presencia silenciosa de Cristo en nuestro interior resulta demasiado desafiante. Pensamientos tales como «¿Es en realidad Dios un ser incondicionalmente amoroso y compasivo?» «¿No me encontrará poco digno?» nos detienen en nuestro camino.
Si fuimos educados con la imagen de «Dios, el Padre» y la experiencia de nuestro propio padre estuvo lejos de ser enriquecedora –nos sentimos rechazados, criticados, mal tratados– esta imagen no nos dará la confianza necesaria para dejar todo y entrar en el silencio. Dios no solamente parece alguien a quien debemos temer y a quien debemos evitar, sino que también nuestra propia imagen será la de alguien totalmente indigno de la atención de Dios. Ni siquiera llamar o pensar en Dios como «Madre» soluciona el problema –simplemente estamos reemplazando una imagen por otra. Otros pueden haber tenido la misma experiencia de rechazo con la madre.
Si Dios es visto como un juez, se convierte en alguien a quien debemos evitar más que en alguien con quien intentar establecer una relación, y así muchos de nosotros cargan con el peso de la culpa. Entonces ¿por qué deberíamos querer entrar en el silencio para estar en Su Presencia? ¿Por qué querríamos ponernos en una posición tal que permitiera que fuéramos juzgados y rechazados?
La imagen de Dios como un juez es muy común aún en nuestra época. Algunos de nosotros todavía creemos que nuestra buena suerte es una recompensa por nuestra honrada existencia y nuestra desgracia es un castigo por no cumplir con Sus mandamientos. Esta creencia era tan común aún en tiempos de Jesús «que incluso sus discípulos quedaron estupefactos cuando Jesús propuso un modo radicalmente diferente de considerar el sufrimiento y el bienestar. La buena fortuna, el sentirse cómodo y tener una vida desahogada, podrían ser en realidad, dijo, una maldición encubierta» (Laurence Freeman OSB, Jesús, el Maestro Interior).
Hay otro condicionamiento religioso que puede ser un verdadero obstáculo en el camino a lo Divino. Si fuéramos educados dentro de una estricta religión confesional, donde fueran muy mal vistas las distintas formas de oración, podríamos sentir que al seguir el camino de la meditación estamos siendo desleales con nuestros padres. Esto o bien nos detiene o continuamos con nuestra búsqueda pero nos sentimos internamente divididos.
Nuestro crecimiento espiritual está marcado y se refleja en nuestras imágenes cambiantes de Dios. Pero todos cambiamos en formas diferentes. Debemos por lo tanto tener cuidado de no pisar las imágenes de los otros. Juan Casiano relata en sus Conferencias la historia de un monje del desierto del Siglo IV, a quien se le ordenó que abandonara su imagen antropomórfica de Dios. El obedeció, pero poco después oímos el penetrante grito de angustia de su corazón: «¡Ay de mí, qué desgraciado soy! ¡Me han quitado a mi Dios, y no tengo dónde sostenerme, tampoco sé a quién debería adorar o a quién debería dirigirme!».
Pero si perseveramos en la meditación experimentaremos que la Realidad Divina que encontramos en el silencio de la meditación es de amor y aceptación de quienes somos, tal cual somos. El perdón Divino disolverá de un golpe nuestras malas acciones, como lo demuestra el Hijo Pródigo.